Con:
“Abancay
13º 38' 20" latitud Sur
72º 53' 35.12 longitud Oeste
2 378 metros sobre el nivel del mar”
Empieza el libro: “De
dónde venimos los cholos” de Marco Avilés. Editorial Planeta Perú S.A. Bajo su
sello editorial SEIX BARRAL. Lima. 2016. “Periodista,
cholo, inmigrante. Nació en 1978 en la ciudad de Abancay”.
Después por piezas nos narra varios recuerdos de su niñez y juventud sobre cómo sentía, resentía y
escondía su condición de cholo residente de una de las invasiones surgidas de
la ocupación tumultuaria que los provincianos, llegados de todas partes del
país, protagonizaron en los arenales que rodeaban a Lima. De los que
aprovechando que a mediados del siglo pasado, desde su iniciativa o la del Estado,
construyeron las carreteras hacia la costa, para volcarse rumbo a la mar océano
escapando del feudalismo que imperaba en los latifundios serranos y que
ahogaban la vida comunal, donde aún existía.
Cuando los dejaron estar, porque a los limeños
estos serranos les servían bien y para muchas cosas, estas invasiones pasaron a
llamarse barriadas. Más adelante durante el Gobierno Militar de Velasco
Alvarado fueron reconocidas con el nombre de Pueblos Jóvenes, tan igual como
las Comunidades de Indígenas pasaron a llamarse “más humanamente” Comunidades
Campesinas, supuestamente para dejar atrás el inhumano mote de “indio” con el
que dizque se maltrataba al indígena serrano.
Luego
de mostrar la “choledad” que a flor de piel exhibe Avilés, termina este capítulo
de su libro diciéndonos: “Este libro no trata de
mí. O al menos no de una manera directa. Tampoco es la epopeya de los
inmigrantes que, como mi familia, echaron raíces en la ciudad. Este libro es
sobre los otros. Sobre los que nunca se fueron.
Sobre los cholos e indios que, a pesar de los cataclismos que ha vivido
el país, se quedaron a vivir en sus pueblos. En las montañas. En las selvas.
¿Qué los retuvo entonces? ¿Qué los retiene ahora?”
Bueno, los que nacimos en
Abancay, Andahuaylas, Aymaraes o cualquiera de las otras provincias de
Apurímac y que un día salimos de nuestros pueblos para trabajar o educarnos en
Lima, Cusco, Arequipa, Puno, Buenos Aires, Tucumán, la Paz o Cochabamba, y los
pocos que retornamos a vivir en estas tierras, podemos decir que nadie ni nada
nos retiene, ni a nosotros ni a los otros que jamás salieron, porque se
acabaron las condiciones socio–económicas y culturales que expulsaron de sus
pueblos a los cholos del siglo XX, por disposición del Decreto Supremo Nº 494–71–AG, del Gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, se declaró en el territorio del departamento de Apurímac en proceso de Reforma Agraria.
Muy atrás quedó aquel día cuando el alcalde del Cusco, Diego Ortiz de Guzmán mandó dar posesión de las tierras denominada "Pachachaca" al cura Estriñaga, que fue el 27 de enero de 1557, la que se llevó a efecto el 13 de febrero del mismo año, pasando por la composición y reconocimiento de los títulos de propiedad que hizo el Visitador Alonso Maldonado de Torres, el día 02 de diciembre de 1594 a favor del vascongado Juan López de Izturizaga, y los 414 años en los que la hacienda colonial y luego la republicana, trazaron la historia de todos los pueblos apurimeños.
Muy atrás quedó aquel día cuando el alcalde del Cusco, Diego Ortiz de Guzmán mandó dar posesión de las tierras denominada "Pachachaca" al cura Estriñaga, que fue el 27 de enero de 1557, la que se llevó a efecto el 13 de febrero del mismo año, pasando por la composición y reconocimiento de los títulos de propiedad que hizo el Visitador Alonso Maldonado de Torres, el día 02 de diciembre de 1594 a favor del vascongado Juan López de Izturizaga, y los 414 años en los que la hacienda colonial y luego la republicana, trazaron la historia de todos los pueblos apurimeños.
Había caído por fin y para siempre aquel mundo de hacendados primero, y gamonales después;
donde aparte de otras perversidades, el color de la piel te convertía
automáticamente en misti, el mestizo de estos andes que aún conserva la piel blanca y la hereda; en
cholo, el mestizo con fuertes rasgos andinos o, en indígena, o sea el nativo
andino cuyos ancestros cruzaron el estrecho de Bering o viajaron desde la
Polinesia, no lo sé, y al que la mayoría de los cholos para diferenciarnos
llamamos peyorativamente: indio,· y esa diferencia te hacía
patrón, cholo miserablemente asalariado o yanacona esclavizado. ¡Eso se había
acabado!
Como también se está acabando el mundo bucólico en
el que se desenvolvían estos pueblos, porque ya no son más agrarios, por más
que en la temporada de las lluvias veamos su campiña cubierta de maizales y
trigales. Esta producción no hace rico a nadie, pues su parca cosecha ni siquiera
alcanza para el autoconsumo familiar, que ahora con el avance de los servicios
públicos de salud, son desgraciadamente muchos más. Entonces se hace necesario
buscar otras fuentes de ingresos, y eso ya no está más en la costa y menos aún
en Lima.
Y así también se acabó aquella quimera, que en una
canción acholadamente criolla decía: “Luché como varón
para vencer, y pude conseguirlo,/ alcanzando el anhelo de vivir con todo su
esplendor,/ y en medio de esta dicha me atormenta la nostalgia;/ del pueblo en
que deje, mi corazón./ Aaaaajajajayy "Arriba Provinciano" Rico pues”. Pues ahora para visitar
Lima hay que ir con un montón de dinero para comparar lo que te haga falta,
sino: “la vez de perfil nomás” y te regresas volando, máximo en 24 horas, tal y
como lo hacen casi todos los turistas que llegan al Perú, atosigados por el espeso
smog que mancha la piel, la ropa y los pulmones. Cansado de ver por todas sus
sucias calles a millones de cholos trabajando, vagando y robando por todos
lados, bajo un cielo gris tirando para sucio….muy sucio.
Ahora la cosa está aquísitonomás, en la construcción civil que ha levantado casas de
cemento, donde antes había unas de abobe y tejas. En la pequeña minería, la
minería artesanal o la abiertamente ilegal que con algo de suerte puede
llenarte de dinero. También en las municipalidades, en el gobierno regional o
en las comunidades con recursos mineros, vía el saqueo descarado y casi impune
de sus dineros. O, en meterse en algo más atrevido: el narcotráfico.
De modo que nuestro cholo moderno, puede ya no ser
el pobre hombre al que desprecias desde tus frustraciones de ser otro cholo
nomás, pero con el consuelo de tener el pellejo algo más claro. Ahora este se
ha convertido en un próspero mercader, un poderoso empresario o un mafioso
andino; “el que la lleva”: droga, mucho dinero, edificios, automóviles, mujeres
y un montón de vástagos orgullosos de su apellido sin importarle si este es
Palomino, Avilés, Gonzales, Huamán, Condori, Choque, Quispe..... o lo que
fuera.
Desde esas alturas ya poco les importa que les
digas cholo huevón o indio de mierda, porque tú no tienes lo
que ellos tienen, y menos lo que pueden darte si te dedicas a adularlos. ¡Eso
les encanta!
¿Pero de dónde salimos los
cholos que vivimos por aquisitonomás
o un poco más allá?
Dice la historia del Perú
que nunca dejará de ser fantástica, que fue Francisco Pizarro junto a
más o menos 180 hombres y 39 caballos, los que conquistaron el imperio incaico,
mataron al Inca Atahualpa a pesar de haber pagado mucho oro por su rescate, y
como buenos hampones se repartieron todo el oro del Tahuantinsuyo. Los que
llegaron después para consolidar la conquista y asegurar el establecimiento de
la administración colonial, fueron premiados con inmensas tierras además de encomendarles en alma y
cuerpo a los indígenas de esas comarcas, así como disponer de su mano de obra a
través de los repartimientos de indios. De allí nació la hacienda.
Más tarde, cuando la
corona española percibió que era muy exagerado el poder que les habían otorgado
a estos adelantados y que ciertamente podía hacerle perder aquella enorme ganancia
colonial, les hizo la guerra, los venció y los sometió a su majestad, hasta
donde se pudo. Entonces llegó Francisco de Toledo, el quinto virrey del Perú, quien haciendo uso de una antigua
manera española de someter a los pueblos vencidos, dispuso la reducción de
todos los indígenas en pequeñas urbes establecidas al modo de la traza romana:
plaza mayor rodeada de manzanas y calles que albergaban varios lotes con
puertas a la calle. Allí debían vivir todos los habitantes de los ayllus
ubicados a una legua (5 o 6 kilómetros) a la redonda, bajo pena de muerte y
despojo de sus chacras. Aunque estas reducciones no funcionaron plenamente se
hicieron con el fin de saber cuántos eran, para contar con su mano de obra,
cobrarles impuestos y convertirlos al
cristianismo para salvar sus almas de los demonios que habitaban los Apus, las huacas, las lagunas, los ríos, los
cerros, y también para librarlos de
todas las demás supercherías que habitaban en el fondo de sus salvajes
adentros.
En su “Descripción de la
tierra del corregimiento de Abancay, de que es corregidor Niculoso de Fornee”
de 1586, este funcionario daba cuenta que muchos años antes de esa fecha ya
residían en los valles de Abancay y Pachachaca varios españoles con indios
cultivando cañaverales, criando ganado y
sembrando trigo, cebada y maíz. Probablemente estas mismas familias españolas
vivían en la Villa de los Reyes de Santiago de Abancay, fundado en el año 1572
por el Licenciado en Derecho Nicolás Ruiz de Estrada, nacido en Lima y regidor
vitalicio de esa ciudad, nieto de Bartolomé Ruiz de Andrade, piloto experto de
Cristóbal Colón y uno de los trece de la Isla del Gallo.
Así como a la villa de
Abancay, a pesar de las penurias y riesgos que significaba el viaje al nuevo
mundo en esos tiempos, llegaron durante los siglos XVI y XVII a cientos
de hermosos y productivos valles interandinos apurimeños, como Cachora,
Curahuasi, Huanipaca, Huancarama, Chincheros, etc., etc., miles de colonos
españoles venidos de los campos de Andalucía, Extremadura, Castilla, León,
Asturias, Galicia y otros, así como vascos, portugueses, genoveses, alemanes,
griegos, flamencos y otros tantos no declarados, trayendo consigo sus vacas,
caballos, burros, ovejas, cabras, chanchos, cepas, semillas, herramientas, su
lenguaje, su medicina, sus conocimientos, sus creencias, sus temores y sus esperanzas. La mayor
parte de estos recién llegados eran familiares de españoles ya asentados en
estas tierras, y los otros que vinieron después animados por las buenas noticias que llevaron
los que regresaban a España.
La mayoría de estos
españoles se asentaron exitosamente en los pueblos fundados en tiempos de la
reducción de los indios o por ellos mismos, y prosperaron gracias a contar con
la mano de obra gratuita de los indígenas sometidos al yanaconazgo, y por haber
hecho suyos los modos nativos de producción
agraria y servirse del trabajo comunal de reciprocidad familiar como el
ayni y la minka que a lo largo de miles de años había conquistado para el
hombre andino estas montañas y selvas, y gracias también, a tener siempre a su
favor y para todos los fines, el aparato de la administración colonial
representado por el Corregidor de Indios que era la autoridad municipal,
judicial y militar que gobernaba estos pueblos.
A la usanza europea en
cada pueblo no faltó el panadero, el herrero, el molinero, el carpintero, el
arriero que también se encargaba del servicio postal, el sastre y las
costureras, el tendero, el preceptor, la iglesia y el cura; más tarde se
sumaron las chicheras y en los pueblos más importantes se construyó el ayuntamiento, el mercado de abastos y las posadas. Tampoco faltaron los
curanderos y las parteras de ambas culturas.
Con el correr de los años
y a través de varias generaciones estos colonos venidos de España, con o sin
matrimonio, se fueron más o menos mesclando con los nativos, o si eso no
sucedió, fueron modificando su comida con las carnes y vegetales nativos y
después sus propias costumbres en función de los inmemoriales modos de
explotación que exigían estas tierras y del cuidado de sus crianzas en otras
praderas. Más tarde acabaron asimilando el quechua como idioma materno, la
medicina tradicional andina, y no pocas veces el modo de vestir de los
naturales y hasta sus creencias en las deidades que representan los Apus y Huamanis y otras fuerzas telúricas.
Poco a poco fueron amoldando su rusticidad europea
a las nuevas exigencias de estas altas montañas, sin tener la necesidad de alterar mucho el color de su piel, y por eso mismo, desde entonces y hasta ahora, no
falta ni faltará quienes reclamarán su herencia española, que en muchos casos
sus mismos apellidos, paternos o maternos: Hernández, López, Luna, Soto,
Oyanguren, Garay, Prada, etc., etc., lo
dice: fuerte y claro, y con los cuales se identifican solemnemente. "El
apellido es una de las señas de identidad más grandes que tenemos", leí en
alguna parte del Internet. Conozco muchos de estos pueblos olvidados desde los
tiempos de la colonia donde la gente todavía es blanca, de pelo claro y ojos
azules, verdes y grises. Formidables quechua hablantes, pero sin dejar de
hablar el castellano que fue el idioma en que los alfabetizaron. Amantes de los
huaynos que expresan toda su alegría y sus tristezas. Conozco sus bellas
mujeres y sus hermosos vástagos.
Esta fue la sopa donde nos cocinamos los cholos.
Contrario a esto que pasaba en los valles, en las
punas, estos inmigrantes fundaron estancias para la crianza de ganado vacuno,
caballar y de camélidos sudamericanos y en la soledad de aquellos parajes se
fueron mezclando más y más hasta hacerse prietos y más rusticos aun. Como dicen
sus parientes de los valles, se aindiaron,
pero no por eso renunciaron a su estirpe ibérica, ni aun cuando habían asumido
apellidos quechuas que les llegaban de las deidades locales o como ellos
querían llamarse en esas alturas. Orcco, de los que salieron del Cerro; Huamán,
de los hijos de las águilas; Condori, de los que descienden del Cóndor;
Collque, los tenedores de la plata; etc. Magníficos apellidos que todo buen
cholo citadino, ahora esconde, signando Wilberth C. (C. de Condori) Saavedra o
Richard Miranda H. (H. de Huamán) o simplemente Richard Miranda, como si no lo
hubiera parido alguien.
Por los incesantes reclamos de los hacendados los gobiernos que se sucedieron desde los años 30’ del siglo
pasado se dedicaron a la tarea de construir carreteras, en reemplazo de los
caminos de herradura, para que por estos pudieran circular la movilidad del
siglo XX, los carros. Toda clase de carros con motor de combustión a gasolina:
automóviles, camiones, camionetas y ómnibus. Como de costumbre, la propia gente
de estos pueblos se prestó de buena gana a construirlas, y lo lograron.
Por estas carreteras desde los años 50’, estos
blancos aindiados o estos indígenas mestizados, se fueron yendo a la costa con
toda su familia. Atrás dejaron los abusos de los hacendados y gamonales que se
quedaron con sus inmensas tierras sin que existan más los indios y los cholos
que las sembraban y regaban con su sangre, sudor y lágrimas, por el solo hecho
de ocupar un pedazo de aquel latifundio.
La mayor parte a Lima. Allí se tropezaron con los
tranvías, el agua potable, la luz eléctrica, el trabajo remunerado y la
necesidad citadina de contar con su trabajo barato en todas partes, desde las
fábricas hasta las tareas domésticas, pero además se tropezaron con la
educación pública a todo nivel, y la convirtieron en la herramienta de su
superación. Eso fue lo bueno de allegarse a una ciudad tan grande y moderna.
Pero no todo fue fácil arribo y buena vida, pues encontraron
y sufrieron en carne propia la segregación, el racismo y la discriminación, no porque fueran una carga
para el Estado o la sociedad, sino por su origen, pues en esta inmensa urbe se
encontraron con un montón de los otros pobres que nunca faltan y que más bien
sobran. Los de los barrios pobres y envilecidos por el alcohol, la prostitución
y la delincuencia, que inmediatamente descargaron sobre nuestros cholos todo el
odio, la animadversión y el desprecio que desde siempre recibían de la buena gente
de los barrios ricos, expresada en gratuitos insultos que llegaban hasta la
violencia física, no solo porque llegaron con sus campechanos modos y lenguaje,
sino porque eran mejores y más baratos para la servidumbre de las clases altas.
Y cuando los tugurios de estos barrios pobres no pudieron más contenerlos, hicieron
lo que debieron hacer desde el comienzo: conquistar los arenales.
Allí comenzaron otra vez, no de nuevo. Pues a
estas barriadas, hoy convertidas en barrios de nuevos distritos, muchos
llegaron con todas las ínfulas de seguir siendo lo que creyeron haber sido en
sus pueblos, y también con los temores que desde siempre tienen los pobres, y
más empobrecidos aun por tener un pedazo de aquel arenal, pues en las ciudades, nada
es gratis. Casi inmediatamente después de haber aprendido cómo los
descendientes de los criollos españoles o los llegados de otras partes de
Europa en épocas recientes, maltrataban a sus semejantes en esa inmensa aldea
limeña.
En esos mismos arenales y replicando esa tara, los que se creían mistis allá en los andes, comenzaron a cholear a su propia gente, clasificándolos como cholos o indios por el color que teñía su piel y por los demás rasgos que exhibían: pelo negro e hirsuto, nariz pronunciada, ojos achinados y color café, etc., la forma de pronunciar el castellano, que si no era por lo menos como la suya, se le llamaba motecastellano, lo que significaba que primero había mamado el quechua del pecho de una india y que después aprendió el castellano comiendo mote, (maíz hervido) y que aún andaba como un campesino cuidando de no dañar la sementera, y por la huraña manera de acercarse y socializar dentro de aquel nuevo mundo, como los osccollos, las comadrejas o las jarachupas. ¡Qué vergüenza!
En esos mismos arenales y replicando esa tara, los que se creían mistis allá en los andes, comenzaron a cholear a su propia gente, clasificándolos como cholos o indios por el color que teñía su piel y por los demás rasgos que exhibían: pelo negro e hirsuto, nariz pronunciada, ojos achinados y color café, etc., la forma de pronunciar el castellano, que si no era por lo menos como la suya, se le llamaba motecastellano, lo que significaba que primero había mamado el quechua del pecho de una india y que después aprendió el castellano comiendo mote, (maíz hervido) y que aún andaba como un campesino cuidando de no dañar la sementera, y por la huraña manera de acercarse y socializar dentro de aquel nuevo mundo, como los osccollos, las comadrejas o las jarachupas. ¡Qué vergüenza!
Entonces quienes mejor conocían a esos cholos,
eran otros cholos. Pero a quienes más enervaban esos recontracholos eran a los misticholos
que no podían dejar de ser cholos porque vivían en esas barriadas, viajaban en
ómnibus destartalados, vestían los cuatro trapos que podían comprarse y todo el
tiempo rascaban el fondo de sus bolsillos. De modo que esta brutal y masiva
discriminación, no salió de las casas de los pitucos limeños, pues estos
siempre andan con la cabeza fuera del Perú y soñando que caminan por las
lujosas calles de las ciudades del primer mundo. Esa abierta y perversa nueva
forma de tratar al prójimo (próximo) se incubó y eclosionó dentro de la misma
barriada, en el seno del mismo vecindario.
000ººº000
Qué haces tú, que te creías un misti en tu pueblo serrano, uno de esos
que había sido criado en las espaldas de muchos de los cholos que con iguales
derechos que tú, viven y deambulan junto a ti en los arenales y cercados por la
misma miseria. Solo por eso: ¿Eran iguales? ¿Podían ser iguales? ¡No carajo!
Ese arenal no era la cárcel donde a todos los presos los iguala una reja y la
estupidez de haber conducido sus destinos hasta llegar allí. Y decidiste que a
pesar del arenal, eras distinto a los demás cholos y por supuesto siempre mejor
que los indios. Solo había que mantener, aunque sea en la ilusión, la
distinción de seguir siendo un misti
y comportarse como un misti en esta
miseria pasajera. Que mierda: “A mal viento buena cara”.
Entonces para no seguir siendo igual a los mismos
cholos, que llegados de todas partes del país, te rodeaban, te alejabas de
ese descampado desde muy temprano en la
mañana y retornabas tarde en la noche, pero no tan tarde que los fumones y
pasteleros te asalten o que los maricones misios crean que eres un desamparado
a quien deben darle alojamiento. Pero siempre manteniendo la esperanza de que
más tarde todo eso cambiaria, como habían
cambiado las cosas para el tío Basilio que tiene tres restaurantes, y
gracias a eso, su hijo el Casimiro un enorme taller de reparación de vehículos
con una tienda de repuestos, "y pensar que era un cholito de mierda cuando llegó a Lima con el culo todo verde hasta la
espalda y sin hablar ni una pizca de castellano". Y aunque tienen un buen chalet
en Santa Anita, cuatro departamentos en Miraflores y manejan buenos carros,
siguen alquilando las catorce casitas que se construyeron en todas las
invasiones desde los años 70’. Es tanto el cariño que le tienen a estas
aventuras, que si mañana se presenta la oportunidad de invadir alguna huaca o
un yacimiento arqueológico en cualquier parte del desierto que rodea Lima, es muy seguro que estos cholos ambiciosos
estarán presentes gritando: “Estera, cilindro y bandera: ¡Invasión!"
000ººº000
Las amarguras, las alegrías, las angustias y los
dolores que cargan estos cholos se gozan y se sienten solo entre ellos. Después
del trabajo o el estudio y de conocer las novedades de la política, del futbol,
las telenovelas y la farándula, nada saben del mundo de los blancos limeños,
que son blancos-blancos, no cholos blanqueados. Salvo lo que está escrito en la
literatura, donde se dice que estos también se acholan a su manera ante los
gringos que pueden darles algo. Que maldicen haber nacido en este país
subdesarrollado lleno de indígenas retrasados y no estar inscritos en alguna
embajada. Pero eso a los cholos de todo color no les importa un carajo. Lo
único que les interesa de los blanquiñosos son las fotografías y videos de sus
mujeres calatas.
El buen remedio no siempre es el que cura, también
suele ser bueno el que calma. Pero el mejor es el que siempre saca el dolor a
tiempo, por eso los cholos blanquitos que han salido de sus pueblos a buscarse
la vida en todas partes del mundo, para consolar a sus hijos se inventan
ficciones tan fabulosas como la historia del Perú. La más común es que allá en
su provincia fueron hacendados, porque hacendados habían sido sus abuelos,
bisabuelos, tatarabuelos y más atrás todavía, hasta llegar a un tiempo
inmemorial. Allí eran propietarios de cerros y cerros repletos de vacas y
caballos y cerca de la casa hacienda tenían inmensas chacras llenas de maíz,
trigo, cebada y frutas, que eran mantenidas por un montón de indios que desde
sus antepasados les habían servido para todo.
-Papá, y entonces porqué nos hemos venido a Lima.
-Por culpa de la Reforma Agraria y para atender
vuestra educación, y también porque si no nos hubiéramos venido, los
terroristas nos hubieran matado, por lo menos a mí.
-Pero entonces por qué no nos venimos a vivir en
San Isidro o Miraflores.
-Porque el cojo Velasco nos quitó todo sin dejarnos
nada.
Todavía cruza por mi mente el recuerdo de una
vieja hacendada que junto a la orilla del río Chalhuanca y al pie de la
comunidad de Huayquipa, buscaba desesperadamente la hacienda de su padre, para
enseñárselas a sus nietos que se morían de calor y de las picaduras de cientos
de mosquitos, y por Dios que no la encontraba, así que le preguntó a una de las
personas que caminaba conmigo.
–Señor. Una preguntita por favor –suplicó. –¿Dónde
queda la hacienda de don Víctor Gómez Prada? Soy su hija, vengo de Lima.
–Aclaró.
–Señora, está usted en el
territorio de la Comunidad Campesina de Huayquipa, por aquí no hay ninguna
hacienda. ¿Cómo me dijo que se llamaba su padre?
–Víctor Gómez Prada.
–Respondió la mujer algo afectada.
–Mi padre me contó que ese
señor vivía por allá -y señaló la orilla del rio donde no se veía nada. -Dicen
que era una chacrita muy bonita llena de frutales que mi tío Mariano Urritia le
compró a su hijo el señor Nicanor Gómez Panuera, pero como si fuera cosa del
diablo a los dos años de aquella venta, el rio creció tanto que se la llevó
entera.
Después de aquella
desagradable noticia, nos movimos lentamente y a nuestras espaldas oímos que la
mujer le decía a su prole: “Detrás de aquellos cerros está la verdadera
hacienda de vuestro abuelo. Aquello era su huerto nomás.”
Son tantos los hacendados que han aparecido en
estos Pueblos Jóvenes contando tantas y tantas historias de su alto abolengo y
sus ricas heredades, que por esos mismos lugares y para reírse de uno de
aquellos, en sus propias narices me contaron esta chanza:
“Dicen que una vez, don Antonio Riveros Huachaca, se levantó muy temprano a
mear en el patio de su casa, y comenzó a contar en voz alta: ¡Uno, dos, tres,
cuatro! ¿Qué? Contó otra vez: ¡Uno, dos, tres, cuatro!, y una vez más por si
acaso: ¡Uno, dos, tres, cuatro!, y cuando las cuentas le dieron igual, gritó
desesperadamente a su mujer: ¡Marcelina! ¡Marcelina! ¡¡No hay una hacienda!!
¡¡Falta una hacienda!! La mujer muy malhumorada gritó desde su cama: ¡En la
quinta hacienda y sobre el poncho color nogal estamos haciendo secar el maíz
para la cancha! A don Antonio le volvió el alma y retornó más tranquilo a su
cama.”
000ººº000
El cholo no existe. El cholo es el otro, por eso
cholear resulta gratis. Cholear es una terapia, una catarsis. Es como tomarse
un par de cervezas o fumarse un troncho para sentirse bien bacán y pensar
hablando que la vida es tal y como la sueñas. ¡Choleo y luego existo!, y soy lo
que a mí me da la gana, para todos y por todo el tiempo. Con cholear no insulto
a nadie, más bien les doy un espacio de mi tiempo. ¿Pero cómo es eso? ¡Fácil!
Escucha:
Resulta que alguno de esos cholos que viven en
Lima y que vienen de cuando en cuando para visitar la tierra de sus amores,
comer sus comidas y tomarse unos tragos con la vieja guardia. Solo para decirme
que está en algo grande, me cuenta que él y su hijo graduado en una de las
mejores universidades, tienen un proyecto que solucionaría el problema del
abastecimiento de alimentos en las poblaciones emergentes que los mega
proyectos mineros han creado dentro del departamento, y no solo eso, sino que
el proyecto beneficiaría a los campesinos de todas partes del departamento.
-¿Y porque no le alcanzas tu proyecto a esas
empresas mineras? -le pregunté.
-Esas mineras no trabajan con particulares. –Me
respondió.
-Entonces preséntalo al Gobierno Regional” -le
sugerí.
-¡Esas mierdas están más preocupados en meter
fierro y cemento en todas partes para robar mejor, que en apoyar a los pobres
campesinos.
Cuando no supe más que decirle, me dijo:
-Se los he planteado a los cholos Choccata.
-¿Y quiénes son los Choccata? –le pregunté lleno
de curiosidad.
Le molestó muchísimo que yo no supiera quiénes
eran los cholos Choccata y que además no me importaban, pero sin embargo,
haciendo de tripas corazón, me respondió. -Son unos cholos que tienen un montón
de empresas en Lima que les dan un huevo de plata, y creo que por ahí puede salirme la
cosa.
Después se quejó amargamente, de que aquella
genialidad que estaba destinada a salvar las vidas de los condenados de estas
tierras, solo le haría ganar más plata a esos “indios de mierda".
Así es eso del choleo. Se cholea por las huevas.
Se cholea porque no se sabe hacer otra cosa. Se cholea a alguien que supones
que está debajo de ti, pero resulta que está encima tuyo. En otras partes a eso
le llaman envidia, pero como tú tienes siempre más que cualquiera y por eso no
necesitas de nada, aquí se llama choleo.
Pero si de verdad los cholos Choccata le
financiaran su imaginario proyecto, el choleador se hincaría de rodillas,
inclinaría la cerviz y se pondría las pezuñas de estos indios de mierda sobre su nuca.
000ººº000
Como si fueran un prodigio, los teléfonos móviles y
las redes sociales como el Facebook, Instagram, Messenger, Twitter y los blogs,
han logrado que los cholos de todas partes de Apurímac puedan mostrarnos en
fotos y videos sus bellos pueblos y los increíbles paisajes que los rodean, sus
ríos y riachuelos, sus hermosas lagunas altoandinas, su soberbio paisaje de
puna donde se está más cerca del cielo y las estrellas, y sus ancestrales costumbres. También podemos
verlos a ellos y ellas mismas, que no son las “llamas” o “guanacos” que los choleadores dicen que son, sino más bien muy guapocholos.
En muchas ocasiones a través de ellas, nos invitan
a sus comunidades para participar en la fiesta del agua. A tal pueblo para fiesta de los pacaes o de las
chirimoyas. A participar en el pago que este u otro pueblo hará a ese u otro
Apu tutelar para demostrarnos su antigua devoción por la naturaleza. Al
festival de la papa nativa en cualquiera de sus alturas. A la fiesta del chaco
de las vicuñas de este u otro pueblo. A la fiesta del señor de Exaltación, de
Huanca, de Lampa, de Santiago Apóstol o de otros santos patrones con carrera de
caballos y corrida de toros, música del lugar, fiesta popular. A cientos de otros festejos más donde están seguros que te regocijaras como ellos se regocijan, no solo por la fiesta sino por el
placer de hablar todo el tiempo y con casi todos, el querido quechua.
Tampoco faltan los cholos que sin renegar de sus
costumbres y prácticas mágico religiosas ancestrales, han renunciado a la
iglesia católica para sumarse a los Testigos de Jehová, los Israelitas, los
Mormones, Evangélicos, Pentecostales y otras sectas más. Lo novedoso es que por
ahí se han aparecido unos cuantos islamistas andinos que vestidos a la usanza
árabe van implorando: “Allahu akbar”, pero tampoco faltan los cholos budistas.
Para esas ocasiones nuestros cholos vuelven, no
solo del territorio patrio, sino de Estados Unidos, Inglaterra, Francia,
Italia, Dinamarca, México, Japón, Australia y otras partes del mundo, llenos de
dinero y alegría. Algunos han vuelto para quedarse, especialmente los
jubilados, porque el pueblo ya tiene una carretera segura con servicios de
transporte de pasajeros, luz eléctrica, televisión satelital, telefonía móvil,
servicios de salud, educación y autoridades con más funciones que los de antes.
En algunos pueblos también se dejan
ver algunas parejas de gringos que se
han aventurado a vivir el sueño de la comuna de la autosuficiencia y el
trueque.
Por ahora sospecho pero más adelante lo sabré con certeza, que estas redes han atenuado significativamente la discriminación que nace de la ignorancia de suponer que estos pueblos son parajes miserables, donde antes de salir, los cholos comían pencas o pasto. Aunque como me dicen los propios comuneros que fue la “guerra sucia” de los años 80’ donde la subversión y la contra subversión, sin intercambiar un solo disparo se dieron parejo a apresar, torturar y matar a la gente que aún vivía en esos pueblos. Eso emparejó a todos, y propició un mayor respeto y acercamiento sin prejuicios, porque nunca olvidarán que de ambos bandos les decían: “Si no me dices lo que yo quiero, te meto un balazo en la cabeza y por ese huequito tu sangre se irá al suelo y tu alma al cielo”. La muerte siempre iguala.
De un tiempo a esta parte se ha arraigado la
costumbre de juntarse en una fecha y lugar convenido entre los Martinez, los Mujica, los Guzmán o los Alarcón, etc., etc., de algún lugar y a veces de
muchos sitios, apelando a la misma práctica social andina que se ejecuta para
rendirle devoción a un santo patrono, es decir como si fuera un cargo: con jurca, entrega de mando, recepción de ofertas y las otras obligadas
costumbres más, para festejar un
encuentro familiar, donde no solo celebran la gloriosa historia de los sabios y
ricos patriarcas de la familia, sino a ellos mismos, en un intento de hallarse
con los orígenes andinos del heredado apellido, (será talvez porque no saben
nada de la cuna de estos nombres de familia que sus inmemoriales antepasados
trajeron de España). En esta fiesta no solo vitorean el hecho de haber sido
alguna vez terratenientes, sino también descendientes de alguna imaginaria
nobleza. El leimotiv de estas
reuniones es festejar la bendición de no haber nacido indios, que es otro modo
de ser cholos.
Bueno hasta aquí creo que ya he hablado todo lo mal
que se puede hablar de todos los cholos choleadores. Pero qué pasó con los
cholos que nunca cholearon. “¿Qué los retuvo
entonces? ¿Qué los retiene ahora?”. Pudo haber pasado que nunca se sintieron cholos y por
eso no tuvieron la necesidad de cholear a nadie, ni de admitir que los estaban
choleando, y como no tuvieron tiempo para estas cojudeces, se metieron de lleno a
sus proyectos de vida, sus trabajos, sus profesiones y como recompensa llegaron
a ser excelentes catedráticos, buenos jueces, generales del ejército y de la
policía, connotados científicos, inspirados artistas, carismáticos líderes
políticos, grandes escritores, magníficos deportistas, prósperos empresarios,
Ministros de Estado, en fin lo mejor que pudieron ser.
000ººº000
Un choleo más para el estribo.
Son las seis y media de la mañana. Está
lloviznando y por eso estoy yendo a trabajar por el lado derecho de la calle en
el sentido del tránsito, porque de los techos está chorreando agua sobre la
acera y los perros algo huraños se han cobijado bajo los aleros. Por mis
espaldas se aparece una camioneta que para a unos centímetros de mí, y el
conductor me dice con un tono de reproche.
-Señor, acaso no sabe que las personas deben andar
por las veredas. -Lo conozco y me conoce aunque no somos amigos, pero quiere
hacerme saber que tiene carro nuevo.
-Que tienes cholo huevón, acaso no sabes que debes
manejar por la izquierda.
Este pleito
cholero solo va a terminar cuando todos seamos menos animales y un poco más
humanos, y por eso superiores al color de cualquier pellejo.
· De tanto que
nos desprecian, resulta saludable tener alguien a quien despreciar. Como bien
decía mi abuela: “El perro mata al gato, el gato al ratón y el ratón a la
cucaracha” y esa certeza la componía con el universo.